Bitácora de una pluma enfermiza URBE + POEIA + MOVIMIENTO

2.28.2010

Sobre Ruedas en Medio de la Crisis

Desperté entre el vaivén de un bus parado a un costado de la berma. Hasta que recibí la luz del pasillo, dormía. En medio de un sueño profundo del que no tengo recuerdo, desperté. Escuchaba Midlife Crisis de Faith No More. Al sacarme los audífonos presté a tención al chofer, que me decía “estamos en medio de un temblor, por eso me paré en la berma, esperaremos aquí la réplica”, dijo muy calmo, pero sin tino.


Viajaba junto a mi camarógrafo desde Los Ángeles. Era medianoche y no teníamos idea como todo el mundo, salvo iluminados e iluminatis, que tres horas y cuatro minutos más tarde, el big one golpearía el centro sur chileno. Rony, mi compañero, también dormía, lo moví para que sintiera la cuna de este verdadero impala de dos pisos. Es cierto, primero lo sentí como un temblor más y no fue hasta que conseguí conversar con mi primo que estaba en Viña cubriendo el Festival que todo esto era una verdadera catástrofe. “Hay un tsunami en Juan Fernández… está la cagada, la gente acá corre despavorida, llamaré a tu vieja y a la abuela para avisarles que estás bien”, fueron sus palabras, yo, idiota aún, quizás producto de la confianza en los sistemas antisísmicos del país telúrico por excelencia y la experiencia de tantos sismos en el cuerpo, bromíe con el fin del mundo. Al menos le robé un esbozo de sonrisa a mi primo.


La gente del bus se repartía entre alarmistas y cautos. Todos sí, intentaban comunicarse con algún familiar sin mucho éxito. Muy pocos lo consiguieron. Yo tampoco pude. Intenté sintonizar una radio con mi teléfono y conseguí agarrar la señal de ADN. Grado 8.5 escuché y 7 muertos en Talca remató el colega. Una francesa que estaba a mi lado me preguntaba en un precario español “qué había aprendido de todo” y le expliqué en precario inglés que había sido un earthquake, pero aún confiaba en la entereza de nuestras construcciones y el conocimiento de los chilenos respecto del qué hacer en las emergencias.


A los minutos Rony recibe una llamada de su padre. Viven en Paine. Él le cuenta que su hermano ha perdido un muro de su casa, que su bar ha quedado por el suelo. Rony no titubea en decirme que la cosa ha sido tremenda. “Mi viejo no es un tipo llorón. Quedó la cagada, llama a tu abuelita”, me dice. Yo sigo intentándolo, pero nada. Ya es imposible comunicarse con nadie más que contigo mismo o la divinidad que busques.


Avanzando por la carretera a la altura de la salida de Chillán, la luz comenzaba a abrirme los ojos. La destrucción del camino era evidente. El silencio se apoderaba de todos. El silencio daba paso a la perplejidad.


Supimos que el epicentro en un primer minuto lo daban al Bío-Bío, de ahí veníamos y no pudimos dejar de pensar en los amigos que habíamos dejado en Los Ángeles. Allí estaba un grupo de documentalistas registrando un circo muy especial. No fue hasta el domingo que supimos que pudieron arrancar no sin sobresaltos y un hotel en ruinas a su paso.


Rumbo a Santiago el bus se volvió a detener. Son las 5:15 y el chofer nos pide darle otra ruta, porque le informan que la entrada a Santiago que utiliza con normalidad está cerrada. Nadie en el bus sabe llegar por Puente Alto. Quedamos varados, mirando por las ventanas una columna de vehículos de los que se bajaba la gente a caminar por la carretera, a contemplar la destrucción.


La radio nos decía que algunas de las nuevas autopistas santiaguinas habían sucumbido a los embates de la naturaleza. Aún la angustia de no poder comunicarme con los míos me invade. Otros pasajeros definitivamente ya han pasado la barrera de la cordura y el llanto los sobrepasa.


Finalmente vuelvo a dormir. Había tomado tensiomax, una pastilla que me había recomendado una tía para viajes largos, las tomaba para ir a Europa. Yo me tomé media. Lo suficiente para estar cansado. En total fueron dos horas más entre los sueños. Estos sí los recuerdo. Era en colores, una sensación de felicidad que me hace hoy sentir culpable. Todavía no tenía toda la información. Aún no habría los ojos.


A las 9:15 ya estábamos en el terminal de buses de Santiago. El cielo que nos recibe es polvo y el sonido de sirenas la sinfonía de la emergencia. Muchos fueron recibidos en el bus y los llantos detonaron entre algunos pasajeros y sus familiares. Nosotros inocentemente pretendimos llamar un taxi. Nos contestaron por fin el teléfono, pero la respuesta fue que nos recogerían en una hora más, tiempo que nos pareció más que extenso.


Por suerte los mensajes de texto no fallaron. Y nuestro compañero Pancho nos fue a buscar. Preocupado porque su familia vive al interior de Los Ángeles y no podía comunicarse fuimos viendo las imágenes que nos estremecían. Escombros y grietas adornaban una desolada ciudad que estaba bajo un fuerte gris. Los helicópteros que cortaban el cielo hacían de la capital un escenario apocalíptico.


Nos vinimos hasta la oficina. En ella encontramos todo en el suelo. Brutal elocuencia del piso que se nos movió a eso de las 3:30. Al dolor de la muerte derramada bajo el terciopelo oscuro se suma un jaguar herido/ que perdió sus garras y nos mostró débil frente al mundo/la pobreza que escondíamos salió a flote /junto a las olas de llanto de todo un pueblo que clama por justicia.


A los 30 años me siento en la mitad de mi vida. Con dos terremotos en el cuerpo. Ambos sobre ruedas, ya que en 1985 estaba sobre el auto con mi abuela, pero eso es otro cuento.